Ese día, cuando la luz comenzaba su reposo diario, el Señor Oso huyó en compañía de su familia, la Señora Osa y sus tres oseznos, dos machos y una hembra muy joven, a quien cariñosamente llamaban Este. No sabía a ciencia cierta qué camino tomar, pero confiaba en si instinto de macho que siempre lo llevaba hasta lugares remotos en donde abundaban el agua y los manjares silvestres. Los oseznos mayores pronto formarían su propia familia, en cambio Este, su princesa como él insistía en llamarla, todavía era muy joven, tan joven que aún no conocía la maldad.
Las fábricas, el progreso, la contaminación, en fin, el hombre que todo lo destruye, reflejaba su espíritu despiadado en el deplorable estado del bosque. La naturaleza, como antaño, ya no proveía a los habitantes de la selva de suficiente comida, y el agua de los ríos más cercanos estaba envenenada por detritus que se arrojaban en los cauces otrora caudalosos, convertidos ahora en pantanos. Él lo sabía, llevaba años señoreando el bosque, podía percibir la desgracia en el aroma del viento. Los animales deambulaban hambrientos e irascibles en busca de una presa, destrozándose entre sí a la primera diferencia. Todo estaba cambiando, incluso el clima. El verano era mucho más caluroso y el invierno llegaba sin lluvias, reseco y cruel. Si se quedaban allí no lograrían sobrevivir.
Caminaron mucho tiempo. Cuando el sol se preparaba para irse a dormir les indicaba el sendero. La luna – encargada de iluminar a los infatigables caminantes-, los acompañaba, y las estrellas mostraban a los viajeros, como en un mapa, la ruta a seguir. Esta vez tampoco se equivocó, al menos eso parecía cuando alcanzaron el pico de una montaña y apareció ante ellos un pequeño bosque que se desplegaba a sus pies como una alfombra tejida a mano, adornada con una fama de verdes entreverada por trazos rojos, amarillos y ocres. Allí se resguardarían del frío y encontrarían suficiente alimento para sobrevivir al invierno. En un claro del bosque, un riachuelo alimentaba un lago transparente como un espejo aguamarina. El piar de los pájaros y los alegres cánticos de otros animales impregnaban la atmósfera de un delicioso espíritu festivo. Encontró una cueva en la base de la montaña. Con un toque de su mano mágica, la Señora Osa la transformó en hogar, y con la ayuda de sus hijos mayores, y de paso, para iniciarlos en el rudo aprendizaje de la supervivencia, comenzó la búsqueda y almacenamiento de provisiones.
Un día, mientras paseaba cerca de la cueva, descubrió en la maleza extraños espacios. Habían sido hollados por el peso de algún cuerpo. Su mente se iluminó de inmediato: eran pisadas humanas. Las del hombre, su depredador y eterno enemigo. Las huellas delataban humedad reciente… Serían dos, máximo tres… Papá Oso sabía de lo que eran capaces aquellos monstruos que atacaban sin razón, como la tormenta que va y viene sin aviso. Su instinto dictó la decisión: Alejaría de allí a los invasores, preservaría la vida de su compañera y de sus hijos, demasiado jóvenes para batirse en duelo, y más jóvenes aún para morir. Rastreó las huellas, y cuando notó que la humedad de la hierba pisoteada aumentaba emitió un clamor que resonó en todo el bosque. Para Mamá Osa y sus oseznos fue: “¡Escóndanse. Hay peligro!”, y para los depredadores: “¡Aquí estoy, vengan por mí!”.
Atravesó deprisa el arroyo, demarcando el terreno que permitiría a los hombres seguirlo y comenzó a ascender por la montaña, asegurándose siempre de que le pisaban los talones. Durante la carrera escuchó varias veces un estruendo familiar que le recordaba la explosión de los truenos durante las tormentas. No sentía miedo a la muerte, aunque sabía que ésta lo rondaba disfrazada de cazador. Cuando alcanzó la cumbre pensó que había llegado al cielo, pues las brumas heladas rodearon su fatiga. Medio aturdido aún, pisó una piedra que se fugó con él montaña abajo. Cayeron al precipicio con la misma fluidez con que la lluvia del verano se desprende de las nubes. Un saliente del peñasco detuvo abruptamente la caída. Papá Oso perdió el conocimiento, antes de escapar del mundo vio como la piedra era tragada por el abismo. Al despertar, herido e impotente, limitado por unos pocos metros de terreno rocoso, pensó que la muerte era mejor que aquella cárcel suspendida sobre el barranco, pero el recuerdo de sus hijos, de su compañera y la necesidad de salvarlos, impidió que continuara el viaje al país de los muertos. Habían transcurrido varias horas, había nacido la noche, y él continuaba allí, aislado, rodeado de silencio, y con el bosque que días atrás soñó como su nuevo hogar enfrente, pero sin poder ganarlo, sin poder disfrutar de su espesura y cobijo.
La Señora Osa escuchó el grito de su compañero. Atrapada en el presagio de la desdicha reunió a su familia y los escondió en el fondo de la cueva, no sin antes cubrir con ramas y hojas sueltas el umbral. Pasaron la noche sin hacer ruido, escuchando los sollozos ahogados de Este, que en su inocencia no podía comprender qué sucedía. Ya al amanecer, el cansancio los abrazó como se abrazan los amantes después de una noche en vela, y pudieron descansar un poco. No así la Señora Osa, que esperaba con inquietud el regreso de su compañero. Cuando el gallo anunció que el sol despertaría pronto, se puso en pie y abandonó la cueva con sigilo para ir a buscar al Señor Oso. La búsqueda fue infructuosa. Había desaparecido. Su olor se desvanecía sobre el arroyo. De pronto, escuchó un nuevo grito. No como el del día anterior, no, éste tenía el sabor amargo de la comida descompuesta. Era un grito de dolor y nostalgia. Se reunió con sus hijos y entre todos buscaron el lugar de procedencia de los lamentos de Papá Oso. Al fin lo vieron. Parecía un abrigo de invierno colgado en un armario.
No se veía forma alguna de llegar hasta él. Subieron la montaña, intentaron rescatarlo, pero fue inútil. Estaba abandonado en medio de la nada. Entonces comenzaron a comunicarse a gritos. El Señor Oso estaba triste y agobiado por la sed; la separación de los suyos le carcomía los huesos, pero todos se alegraron y dieron las gracias a la vida por estar vivos y por encontrarse nuevamente aunque los separara un abismo.
Tuvieron que replantear la situación. Los oseznos mayores se dedicaron a recoger alimentos para el invierno. Mamá Oso y Este se dedicaron a cuidar a distancia a Papá Oso. Para combatir la tristeza se paraban y le contaban a gritos todo lo que sucedía con ellos. Lo tranquilizaban dejándole saber que estaban bien y que tenían almacenados los alimentos para sobrellevar el invierno. Le cantaban alegres canciones, y Este le contaba cuentos para que pudiera conciliar el sueño. Él hacía lo mismo. Pasaba las noches imaginando historias para contarle, en las que su pequeña era una heroína. Ya a la mañana, animaba a su familia fabulando cómo sería la vida futura cuando consiguieran juntarse de nuevo. La Señora Osa habló con las aves, comandadas por el águila, para que ellas hicieran de correo y llevaran todos los días agua y alimentos al prisionero de la montaña; a su vez, el Señor Oso devolvía con los mensajeros diminutas figuras impregnadas de amor, que tallaba a mano durante su ocio obligatorio.
El destino que todo lo mueve a su albedrío tenía otros planes. Los oseznos mayores crecieron y el instinto los lanzó contra el mundo. Partieron en busca de su propio destino con la promesa de regresar a tiempo, con sus futuras familias, para almacenar los alimentos. La Señora Osa y Este continuaron la infatigable labor de cuidar desde la distancia a papá; hasta que la realidad puso a Mamá Osa de cara a duras decisiones. Ya el frío se acercaba al bosque. Mientras paseaba con su pequeña cerca del lago encontró nievas marcas de hierba. Ambas corrieron a esconderse. El Señor Oso supo que algo andaba mal cuando no volvió a escuchar las canciones que los despertaban todas las mañanas. Cuando Mamá Osa y Este se arriesgaron a salir, acudieron a visitarlo y a relatarle lo sucedido, Papá Oso aconsejó que la única salida posible era volver al viejo bosque y reunirse con sus hijos y sus viejos amigos. Sabía, al igual que Mamá Osa, que si se quedaban tenían pocas posibilidades de sobrevivir. Si no partían pronto el invierno no les permitiría viajar. La partida era necesaria e inaplazable. El último día cantaron entre sollozos las viejas canciones haciéndose muchas promesas. “Volverás pronto, ya lo verás estrella mía” fueron las palabras de despedida de pequeña Este.
Papá Oso las miró e intentó embadurnar su memoria con esta última imagen. Los verdes que antes brillaban parecieron opacos y envejecidos. Mamá Osa y su pequeña cría se alejaban. A cada paso volvían la vista atrás, posaban un beso en sus pezuñas u se lo enviaban con el viento, como hacen las flores con el polen. Los besos llegaban hasta Papá Oso como una caricia dolorosa. Su cuerpo se clavó en el piso, fundiéndose con la piedra, y de sus ojos comenzaron a manar dos filamentos de agua que nunca se detuvieron.
El bosque se adornó con una nueva joya: una cascada que brillaba como los diamantes en el cuello de una reina, transformando el bosque en un paisaje navideño.
Los hombres invadieron el bosque convirtiéndolo en un paraje turístico que atraía por su extrañeza y exotismo, por la magnificencia del paisaje y su peculiar cascada.
De los dos puntos diminutos horadados en la piedra brotaba un chorro fulgurante, un torrente salado, un pedazo de mar. Quienes visitaban el bosque decían que en las noches de luna llena se escuchaban en la lejanía unos gritos desesperados de un padre que clamaba por su familia.
E.A.C.