La tierra ya tenía una larga historia de miles de millones de años, cuando la actividad de diferentes organismos con ciertos elementos a favor, hicieron posible la formación de la vida. Aparecieron luego diversas especies de las que una de la más singular, el género humano.
Hará relativamente poco, unos 10.000 años tan solo, que empezará a comportarse de manera extremadamente peculiar. Si todas desde siempre se adaptaban a su entorno, a pesar de sus cíclicos cambios constantes, nuestra particular especie adaptará, más bien, dicho entorno a su beneficio, modificándolo todo cuanto pudo. Así cuando cada especie dejaba su inevitable huella de su paso por el planeta; esta última dejará grandes y profundas heridas, que haciendo caso a la ley de Murphy, es cuestión de tiempo que se infecten.
Dramatismos a parte, nuestra rareza viene de lejos, tanto para bien como para mal, pero el caso es que la especie prosperó: salvó incontables obstáculos, superó situaciones adversas y sobrevivió a desconcertantes trasformaciones que podían parecer hasta carentes de lógica.
Cambiamos los enormes y afilados colmillo iniciales, al estilo de Drácula, por otros de menor tamaño, más apropiado para los besos. Perdimos masa muscular y ósea, pero ganamos un cerebro más grande y complejo, aunque sin el manual de uso (nobody is perfect).
Con todo y con eso, somos el único animal capaz de juntar la punta del pulgar con la de cualquier otro dedo de la misma mano. También hemos inventado el pensamiento, sentimiento y humor, gracias al complejo y gran cerebro que aún no sabemos usar casi. Además de la imaginación, emoción y conciencia que son aún de monopolio humano. Es que somos la hostia, se podría decir, resulta que es gracias, en gran parte, a esta mirada perfilada en blanco, un rasgo que solo los humanos tenemos de serie.
Varios estudios apuntan que la clave verdadera de nuestra prosperidad y supervivencia reside en la esclerótica en tono claro, nada menos que “el blanco de nuestros ojos”.
Dicen que la especie fue prosperando según fortalecía las colaboraciones, los vínculos e incluso las dependencias, primero entre distintos miembros, luego entre grupos de varios individuos para finalmente construir grandes y prósperas sociedades bien organizadas, como las que conocemos hoy.
Si la colaboración y organización social, o sea, el bien común, fue la base de nuestra prosperidad; los ojos fueron y son una herramienta esencial en el funcionamiento social del ser humano. Y la esclerótica refuerza esta función, haciendo de ellos aún más eficaz. Una ventana a la mente de su portador, ideal para compartir intenciones. Facilita crear el obligado ambiente de confianza necesario para poner en común las cabezas, interconectar los cerebros e intercambiar más que informaciones.
Si un cerebro ya es extraordinario, la suma y colaboración entre varios; aún más asombrosa será con toda seguridad además se sabe que un cerebro es mucho más eficaz que cualquier otro músculo del cuerpo con su fuerza bruta.
Volviendo a la mirada y los ojos, veremos que en la capacidad de dirigir la mirada en una dirección y la cabeza en otra o mover la mirada sin girar la cabeza; casi nos supera el camaleón, que mira con cada ojo en una dirección diferente, si no fuera porque tiene mayor importancia lo nuestro. Que una vez más, gracias a la esclerótica podemos advertir a los demás dónde miramos y a más distancia; detalle muy interesante, cuando la cooperación tiene una mayor relevancia para la supervivencia de la especie.
También recibimos señales hormonales, como la oxitocina que modula nuestras respuestas ante las miradas de otros, a través de ella.
Un experimento reciente, reunió a un grupo de personas desconocidas entre sí; enfrentados por parejas, tan dispares que solo se asemejaban por el blanco de los ojos, literalmente dicho. Les bastó con unos pocos segundos, mirándose a los ojos para que estallara una tormenta de emociones muy contagiosas. Ningún participante pudo librarse de esas fuertes reacciones causadas por alegría, pena, amor, repulsión, miedo, cólera y otras no identificadas, sin necesidad de mediar palabra.
Investigadores de la Universidad de Amsterdam, observaron que tanto los chimpancés como los humanos, imitan el tamaño de la pupila de su interlocutor y la esclerótica sirve para reforzar el efecto de este tipo de interacciones.
Se pudo desarrollar esta función como mecanismo de defensa, dicen H. Kobayashi y S. Khoshima, los primeros en profundizar en el estudio de la esclerótica y suyos son muchas de las teorías aquí vertidas. “Somos capaces de detectar el miedo en los ojos de nuestros congéneres”, explican, “incluso cuando no hay amenaza aparente o consciente: una clara ventaja para la rápida identificación del riesgo”, concluyen.
A diferencia de las señales vocales, la comunicación visual tiene además la conveniencia de ser silenciosa, ideal cuando existe la posibilidad de ser detectados por presas u otros depredadores.
Pero quizá su función más importante hay que buscarla desde el punto d vista de la empatía en general, característica que mejor nos define como “aquel que se compadece de las desgracias de sus semejante, persona tolerante y comprensiva al actuar y juzgar a los demás”, es decir, humano, tal y como lo define la RAE.
Es exactamente lo que soy o debería ser, pero también es lo que veo o debería ver al mirarme a los ojos; a no ser que tengas la esclerótica de otro color.
F.L.N.